11.Por fin mi madre nos había visto.

Por fin mi madre nos había visto. Se dirigía hacia nosotros, despacio, como con miedo. Solté a Sergio y fui corriendo hacia ella, su cara de pronto se iluminó, apuró el paso hasta que por fin nos encontramos envueltas en un abrazo, todo lo demás desaparecía alrededor.

-¡Talara! ¡Dios mío! ¡Qué ganas tenía de verte! ¡Estás preciosa! ¡Cuánto te he echado de menos!

-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Era lo único que podía decir, lo único que salía de mi garganta, lo único que afloraba a mis labios, el resumen de todo lo que sentía, todo.

-¡Mamá!

-¡Vamos hija! ¿Qué tal el viaje? ¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien? ¡Ni te imaginas el miedo que he pasado!

-¡Mamá!

La seguía abrazando con fuerza, como si el miedo que sentía a poder perderla me paralizara, necesitaba sentir su calor, debía de estar apretándola demasiado fuerte que de pronto sentí que intentaba separarse de mi.

-¡Vamos cariño! Afloja un poco o me romperás los huesos.

Reía y su risa traía recuerdos a mi cabeza, recuerdos de mi niñez, de un mundo cálido en el que me había sentido segura durante algún tiempo. Permanecí un rato más en su abrazo, me separé de ella y la besé.

-¡Te quiero mamá!

Un profundo suspiro salió del interior de mi cuerpo y las dos comenzamos a reír.

-Anda vamos, Sergio ha ido hacia el coche a dejar las maletas y nos está esperando.

Fuimos hacia el coche caminando sin prisa, agarradas la una a la otra, a lo lejos estaba Sergio metiendo en el coche nuestras equipaje. Al llegar a su altura me abracé a él por detrás, apoyando mi cara en su espalda, terminó de colocarlo todo, se giró hacia mi, me besó los labios.

-Fue la primera persona que vi cuando desperté. Eso debe significar algo, ¿no?

Los tres reímos. Mi madre conducía y yo iba a su lado, mirándola y mirando la ciudad. ¡Qué guapa era mi madre! ¡Qué guapas eran todas las madres! La bondad hacia los hijos, el amor, las transformaba en seres hermosos, estaba segura, les salía por cada poro de la piel y las volvía hermosas.

-¿Cómo ha ido todo por Australia? ¿Cómo está Emily?

-Todo bien, mamá. Emily como siempre: ¡un encanto! Te manda recuerdos.

-Y tú, mi niña, ¿cómo estás tú?

-¡Ahora un poco mejor!

-Bueno, ya tendremos tiempo de hablar de todo. Os llevo a casa, os dejo que descanséis, seguro lo necesitáis, y mañana será otro día. Os he comprado unas cosillas para que no tengáis que pasar por el súper.

Nos ayudó con algún paquete. Subimos a casa. Sergio metía las maletas mientras yo acariciaba las paredes que me daban la bienvenida al hogar, fui una por una pasando por todas las habitaciones, tocándolo todo con mis dedos, buscando y sintiendo recuerdos. Al llegar a la que Sergio y yo habíamos compartido durante nuestra convivencia, me sentí de pronto protegida, imágenes buenas y malas pasaban por mi cabeza, atrapaba las buenas y dejaba escapar las malas. Volví y mi madre colocaba lo que había traído en las alacenas.

-Prepararé un café.

Sentados en el salón le contamos por encima cómo había transcurrido el tiempo en el hospital, lo bien que se habían portado conmigo Emily y sus padres, mi recuperación, nuestros viajes, el avión…

-Me voy ya, dejo que os asentéis y mañana, con calma, seguimos charlando.

Se levantó y nos abrazó.

-Te quiero, mi niña. ¡Me alegro tanto de tenerte, por fin, en casa!

Salió y Sergio y yo nos quedamos solos, nos tumbamos en el sofá, juntos, abrazados, mi cabeza en su pecho, él acariciando mi pelo. Sergio había puesto el disco que me había regalado poco antes de irme a Australia: «Songs of love and hate» de Leonard Cohen, comenzó a sonar el «Hallelujah» y empecé a llorar.

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