12.Llegamos a uno de los hoteles del puerto

Llegamos a uno de los hoteles del Puerto de Sydney, dejamos mis maletas, Emily me dio tiempo para que me duchara y me cambiara de ropa.

-En una hora te espero en recepción. No te duermas por muy cansada que estés o te costará mucho más acostumbrarte al cambio horario, ya sabes el «jet lag» y te aseguro que es preferible que sufras hoy un poco hasta la hora de acostarnos a estar mal durante toda una semana, te lo digo por experiencia.

-Te haré caso. Si en una hora no estoy sube a buscarme.

Las dos reímos, de nuevo nos abrazamos y lanzamos esos grititos de alegría mientras dábamos saltitos como dos colegialas.

Me desnudé mientras cantaba acompañada por la radio la canción de Bob Marley «Three little birds»  Me encantaba la letra: «No te preocupes por nada, todo va a estar bien»  Cuando salí de la ducha me vino un poco el bajón. Realmente el viaje había sido larguísimo. Salí de España el viernes y ya era domingo, domingo de Ramos. Me vestí, puse orden en mis cosas, me pinté el ojo y como iba bien de tiempo subí a la terraza del edificio a ver la Ópera y el Puente. Las vistas eran inmejorables. Hacía frío, pero esa sensación de ahogo era lo que necesitaba para despejar mi cabeza, me sentía libre, estaba contenta, del fondo de mis entrañas salió un grito:

-Australia, aquí estoy, I’m here!

Cuando llegué a recepción Emily me estaba esperando, estaba sola.

-¡Vamos! ¡Te enseñaré esto!

Bajamos hasta la Opera House. El sol iluminaba las paredes del edificio dándole un brillo especial, me acerqué a tocar los azulejos templados, la sensación era magnífica. Me recosté sobre ellos, la cabeza hacia el cielo, mis ojos cerrados, respirando paz, tranquilidad.

Hacía tanto tiempo que no sentía esta calma en mi espíritu… Australia me iba a dar, estaba segura, lo que tanto necesitaba: encontrarme de nuevo a mi misma.

Media hora cruzando la ciudad de impresionantes rascacielos, modernos edificios mezclados con antiguas casas, para llegar al Hyde Park, atravesamos la avenida de árboles  respirando calma y llegamos hasta la Catedral donde James nos estaba esperando con el coche. Emily estaba tan emocionada como yo, no paraba de hablar, con esa alegría suya me ayudaba a cerrar mis heridas. Comimos en Bondi Beach, en un bar típico de playa, la temperatura era agradable para ser ya otoño. Nos cruzamos con mi compañero de viaje, pero iba tan ocupado y rodeado de gente que no quise molestarlo.

-¿Talara? ¡Talara!

-¡Thomas! Te vi tan ocupado…

-¡Amiga! ¡Llámame cuando llegues a Adelaide! ¡Tenemos que tomar algo juntos! También puedo ser tu guía, ya sabes. See You mate! -Me encantaba la forma de saludar a los amigos que tenían los australianos!

-¡Te llamaré, descuida! See You mate!

Por la tarde dimos un paseo en barco por la bahía. Era increíble, en un momento un sol radiante y al siguiente veíamos como una cortina de lluvia se acercaba hasta nosotros para descargar torrencialmente.

-¡¡¡Así es Sydney!!! Brillante y oscuro a la vez. En todos los viajes en los que he tenido que pasar por aquí, en todos, en algún momento la lluvia apareció.

Nos retiramos pronto al hotel, el cansancio del día y del viaje habían hecho mella en mi.

Los siguientes tres días me dediqué a descubrir Sydney sola. Emily iba de reunión en reunión y James la acompañaba.

La bahía de nuevo, me tenía embrujada. El jardín botánico con inmensos árboles de cuento de hadas, con vistas a la Ópera. El acuario donde pude contemplar una gran mayoría de animales australianos.

Un magnífico apple store con su manzana gigante en medio de una enorme cristalera, todo luz, me indicaba que estaba en la zona comercial.  El Queen Victoria Building, inmenso, del S.XIX, en él todo me llamaba la atención, los suelos, los techos, las escaleras, los fantásticos relojes colgantes con figuras en movimiento reflejando momentos históricos, las magníficas vidrieras que llenaban de color el interior. Estaba descubriendo un nuevo mundo. Con mi cámara de fotos colgada al pecho y asombrándome por todo lo que veía era una auténtica turista.

Cuando Emily salió de trabajar el miércoles vino a buscarme con James y pusimos rumbo a las Blue Mountains. Cuando llegamos era tarde ya y fuimos directamente al hotel, la niebla lo invadía todo, no se veía nada. Me puse un poco triste al pensar que no iba a poder verlas. En el hotel, una casa antigua con aire rococó, nos recibía una propietaria encantadora con ganas de charla que nos indicaba que era normal ese tiempo, que no nos preocupásemos, que podía perfectamente despejar. A la mañana siguiente bajamos a desayunar con pocas esperanzas de poder ver algo, a través de los cristales sólo se veía una capa muy densa de niebla.

A medida que avanzábamos con el coche la niebla se iba disipando. James aparcó, bajamos del coche y nos recibió un aborigen más o menos de mi edad que vendía unos preciosos búmerans tallados por él, con el dibujo de las montañas. Me miró a los ojos y me dijo que en ellos se leía la bondad de las personas y que era importante el sentir que todos éramos iguales. Tomó mis manos con las suyas y me pidió que me concentrara en el olor de mis flores preferidas, al soltarme me pidió que las oliera y efectivamente a mi mente llegó un suave olor a rosas. Me gustaban los ojos de los aborígenes, eran muy oscuros, al tiempo que transparentes, iluminaban, me daban paz. Me asomé al mirador y si alguna vez había dudado de la existencia de un Dios, lo que vi me devolvió la fe. El bosque que se veía enfrente parecía una alfombra totalmente tupida de árboles, la neblina nos los mostraba, efectivamente, azules. A un lado las tres montañas conocidas como las Three Sisters brillaban majestuosas. Desde el funicular apreciamos el enorme salto de agua.

El viernes de vuelta en Sydney a pasar un magnífico fin de semana de Pascua, para despedirnos de la ciudad y de James el domingo.

Adelaide nos recibía con un día nublado pero buena temperatura. La carretera que iba del aeropuerto a casa de Emily me pareció algo triste, no estaba segura de que la llamada la ciudad de las iglesias me fuese a convencer.

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