¡Dios! ¿Cómo había podido dejarme convencer para venir a un sitio tan solitario, apartado de todo? Mi afán por sentirme protegida me la estaba jugando. Sólo un amigo de Sergio sabía dónde estábamos. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se le ocurriese venir a buscarnos? En ese momento la soledad caía sobre mi como una enorme piedra. Iba mirando para todos los lados, pensando que podía haber alguien, andando de puntillas, procurando no hacer ruido. Asustada llegué al coche y al bordearlo vi a Sergio en el suelo, sentí como un gran nudo aprisionaba mi garganta, me costaba trabajo respirar. Algo se quebró en mi interior, mi corazón comenzó a bombear más fuerte hasta casi dolerme: Sergio estaba muerto en el suelo, alguien lo había matado. Temblando miré alrededor pero estábamos solos, Sergio inmóvil, yo temblando sin poder moverme, con miedo a tocarlo y comprobar que era cierto lo que mi cerebro le transmitía a mi corazón. Por fin, sacando fuerzas me agaché y las lágrimas me impedían ver. ¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Por qué mi vida se había convertido en una pesadilla? Sergio había sido mi apoyo más firme desde que lo había conocido en la playa. Aquel día por un momento me había asustado, había pensado que podía ser un acosador. Sergio, mi amor, mi amigo, mi protección, mi apoyo. Sergio, mi vida.
Era la culpable de que su cuerpo yaciera en el suelo a kilómetros de distancia de la civilización. Sergio se había expuesto por defenderme ante todo y frente a todos dando su vida por mi. Sergio ahora inmóvil. Mi mente me enviaba recuerdos de nuestros paseos por la playa, de nuestros besos, de nuestras locuras de amor, de su calor, de su abrazo…
Tomé entre mis manos su brazo, aún caliente, llevándolo hasta mi corazón, le besé la mano, mis lágrimas la estaban mojando.
Perdí la noción del tiempo y también la del espacio. El mundo se desdibujaba para mi, era niebla o humo, había dejado de existir. No escuchaba ruido. Mi cuerpo se balanceaba como lo hacen las madres con sus bebés, hacia adelante y hacia atrás, con el brazo de Sergio entre mis brazos. El dolor era tan grande que me impedía pensar, me paralizaba el cuerpo y el alma. Sergio, mi Sergio, se había ido y mi vida se estaba escapando con él. Me dolía la culpa, me dolía el pensar que si no me hubiese conocido seguiría vivo, si no se hubiese cruzado en mi camino, estaría vivo, si no hubiésemos coincidido… si no hubiésemos coincidido, sería yo, posiblemente, la que ya habría desaparecido. ¿Qué podía hacer? Últimamente todo aquel que pasaba por mi vida acababa teniendo problemas, era un peso que no podía soportar. ¿Dónde estaba el poder que permitía que las personas buenas sufriesen? La vida no era justa. La vida. Sergio.
-Sergio, necesito que sigas aquí.
Entre hipo e hipo, entre llantos salía alguna frase por mi boca, pero no era yo, yo no tenía ya fuerzas para hablar.
-Sergio, no te vayas.
Escuchaba mis palabras como un eco lejano, como si no fueran mías.
-Sergio, por favor, Sergio.
De lo más profundo de mis entrañas brotó un grito que me congeló.
-¡¡¡Sergio!!!
Abracé fuertemente su brazo, mi mano apretó fuertemente sus dedos inmóviles y fríos. Fríos, no, no estaban fríos, templados. Yo sí estaba fría, me estaba quedando helada. Estaba empezando a llover, como en mi alma.