42.Nadie nos había enseñado a vivir con una pérdida.

Nadie nos había enseñado a vivir con una pérdida, nadie. Tantos años estudiando en los colegios tantas cosas que olvidamos y nadie nos enseñó a llevar una despedida.

¿Cómo despedirnos de alguien al que en un momento amamos o quisimos, alguien que formó parte importante de nuestras vidas?

El ver a las niñas ajenas al dolor de su madre, me hacía pensar y recordar, amigos que habían visto cómo el cáncer había consumido poco a poco a la madre, la hermana, el padre, hundiéndose después en un profundo dolor difícil de superar.

¿Cómo se superaba  una pérdida? Lo había hablado muchas veces con Emily. Sólo el cariño y el calor de otro ser humano podía ayudar. El tiempo no era cierto que cerrase las heridas, el tiempo las atenuaba, o mejor dicho, sólo las alejaba o las desdibujaba.

En mi familia no había tenido que vivir esa experiencia, nadie había pasado por un cáncer. Excepto mi padre, todos los adultos que recordaba se habían ido de muy mayores, aunque nos habían abandonado mucho antes, con esa nebulosa que se pone a veces en la frente y no deja ver ni todo el presente ni nada del pasado. Se iban, preguntándote una y otra vez quién eras, por qué se habían levantado, qué estaban buscando, si habías visto a su madre… Eso el que había tenido mejor suerte y no había terminado su tiempo en una silla, sin poder moverse ni comunicarse, salvo en alguna rara ocasión en la que se me había encogido el alma, cuando los miraba y de pronto veía desaparecer de su frente la nebulosa y resbalar lágrimas por sus mejillas, pero sin poder decir, intentándolo, pero fracasando y yo entonces les había tomado de la mano y les había acariciado, con esa ternura que sólo un niño puede entregar. ¡Qué impotente se puede sentir una niña al enfrentarse, sin saberlo, a la vida!

El dolor de la pérdida se nos iba acumulando en el alma y era lo que a veces, a lo largo de nuestra vida nos impedía respirar. Los años habían conseguido echar tierra encima de alguno de esos recuerdos que sólo aparecían si los invocaba. Yo había poseído una de las mayores riquezas que te podía dar la vida, un montón de tíos-abuelos dispuestos a contarte historias, a utilizarte de modelo para sus pinturas, a llevarte  de la mano en sus paseos…

La mano. Las manos de mis mayores siempre me habían gustado, eran cálidas y acogedoras. Había tenido mucha suerte, esa suerte que sólo aprecias con los años, cuando de pronto miras y no los encuentras en Navidad, o cuando pasas por delante de un edificio y miras hacia lo alto y no ves a nadie saludándote con la mano, con esa mano que te había consolado en los momentos tristes de la niñez. Tuve suerte, ahora lo sé, mucha suerte, por haber tenido en mi vida a tantas personas mayores.

Cuando mi padre se fue me envolvió la tristeza. Durante mucho tiempo seguí viéndolo por la calle cuando me cruzaba con alguien que llevaba una chaqueta parecida a la suya, o que caminaba como él, o tenía su pelo blanco. ¡Cuántas veces habré tenido que silenciar en mi garganta la palabra papá a punto de salir! Si me iba de viaje buscaba qué podía llevarle, o cuando se acercaba la fecha de su cumpleaños, qué le iba a regalar. Seguía pensando en él, el cerebro y el corazón se negaban a que no estuviese. ¡Qué difícil es a veces la vida! Si no sabía algo pensaba en preguntarle a él cuando lo volviese a ver. Cuando lo volviese a ver… ese dolor se repetía una y otra y otra vez. Cuando lo volviese a ver…

Cada uno de nosotros intentamos llevar como podemos el dolor, porque nadie nos ha enseñado a soportarlo, nadie nos ha enseñado a caminar con él, nadie nos lo ha nombrado, y de pronto un día el cielo cae sobre ti, sorprendiéndote y derrumbándote, rompiéndote, y si tienes suerte lo puedes compartir con personas que te permiten hablar de él, amigos que te quieren y que consiguen, a ratos, que lo olvides, amigos que son paz, que son luz, AMIGOS. Se acercaba el día de Difuntos.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.