Mi teléfono vibró: El recordatorio rezaba: “Renovar el carnet” . Habían pasado los días y me había olvidado de que mi carnet de conducir estaba a punto de caducar. Sin esperar más me acerqué a una de esas clínicas que aparecían anunciadas: «Haga aquí su psicotécnico».
-Si quiere le arreglamos todo el papeleo.
-Aún no me hice la foto.
-Eso no es problema, se la hacemos nosotros.
-¡Ah, estupendo!
Comenzaba a sentirme como si hubiese salido de una cueva después de haber pasado 100 años perdida.
-¿Me deja su carnet? Pues espere ahí un momentito que enseguida la atiende el doctor.
Nunca me habían gustado ese tipo de test, no les encontraba ningún sentido. Se me daba fatal jugar a algo que tuviese mandos, no entendía qué era lo que había que hacer con ellos, ni la relación que podían tener con el hecho de conducir bien. Me hicieron pasar enseguida. Cuando me vi sentada frente al aparato infernal se comenzaron a tensar todos y cada uno de mis músculos.
-Ah, es una renovación por pérdida de puntos.
-¿Qué? De eso nada. -No empezábamos nada bien- Es renovación por caducidad.
-Aquí pone…
-No sé lo que pone pero tengo todos mis puntos.
Cogió el teléfono y se comunicó con su compañera de la entrada.
-Vale, vale. -Colgó quizás un poco mosqueado, y sin preámbulos añadió: -Ponga la mano en el botón central y apriételo cuando crea que la bolita azul va a terminar el recorrido.
Maldita bolita. Por lo visto me adelantaba demasiado a los acontecimientos. ¿Qué quería, que la dejase caer por el precipicio o que la contuviese antes de llegar al final? ¿Qué tenía que ver una bolita azul paseándose a varias velocidades con que yo supiese conducir o no? Lo único que se podía deducir era mi incapacidad de adivinar cuándo una bolita azul iba a terminar su recorrido sin verla. Mejor anticiparse que pasarse de largo, digo yo. A continuación me hizo coger dos mandos que tenía enfrente. La prueba consistía en mantener dentro de dos caminitos cuyos recorridos eran diferentes entre si, sendas bolitas; cada mano controlaba un caminito, uno iba hacia un lado haciendo eses y el otro era algo menos curvo pero no iban en paralelo, así que un desastre: Brrrrr, nada, brrrrrrrr, brrrrr, nada, nada, brrrrrrr, por desgracia para mi, el brrrrrr era que lo estaba haciendo mal, la bolita chocaba con el borde.
-Jajaja. Para que después digáis que somos los hombres los que no sabemos hacer dos cosas a la vez.
Si en ese momento alguien estuviese mirando mi cerebro comprobaría cómo iba aumentando su tamaño de manera que parecía estar a punto de estallar. ¿Qué estaba pasando? ¿En qué momento le había dado la confianza suficiente para hacer ese tipo de comentario? ¿Nos estábamos volviendo locos? Quizás el que necesitaba hacerse otro tipo de examen era él. ¿O era en esto en lo que realmente consistía la prueba: saber hasta qué punto uno era capaz de aguantar las tonterías que hiciesen los otros?
– No te preocupes mujer, estás como la media.
Pues si estaba como la media ¿A qué venían las risas? Pasé a otra sala en la que me esperaba un médico:
-Aquí pone Talara María. ¿Es ese su nombre?
– Si, claro.
– Te llamarán María, ¿no?
-No, me llaman Angustias si le parece. Mi nombre es Talara y así me llama todo el que me conoce.
-¡Ah! No, es que es la primera vez que lo escucho.
¿Cuál era el problema? ¿Es que todos los impertinentes me tocaban a mi? ¿Desde cuándo la gente se había vuelto tan borde? Yo no iba por ahí juzgando el nombre de los demás en voz alta. Si tenían algún problema en sus vidas que lo solucionasen, como hacíamos todos, pero que no viniesen a vacilar, hoy no estaba de humor. Me encantaba mi nombre y estaba cansada de las gilipolleces. Para rematarla, antes de irme, me obsequió con un pase gratuito al aparcamiento de un tanatorio. ¿Qué era esto, una cámara oculta o estarían haciendo un estudio sobre la paciencia de los conductores veteranos?
Tal vez fuese yo, me estaba haciendo mayor y estaba muy susceptible.