48.-¿Talara…? ¿Es usted?

 

-¿Talara…? ¿Es usted?

Me acerqué al policía temblando de miedo.

-Si, soy yo.

-¿Puede decirme si conoce a las personas con las que se acaba de cruzar?

-En mi vida las había visto.

-Saben su nombre y tenían estas fotos suyas.

Emily llegó a mi en el momento oportuno para agarrarme.

-Tranquila. Vamos a sentarnos. Venga por aquí.

El policía nos llevó hacia la zona más apartada de la cafetería para evitar que nadie escuchara la conversación. Alguien se acercó a mi con un vaso de agua. Después de beber y  respirar hondo un par de veces conseguí que mi cuerpo dejara de temblar.

Las fotos esparcidas por la mesa en las que salía siempre centrada yo y a mi lado Emily, en muchos de los lugares que habíamos visitado desde mi regreso me ponían los pelos de punta.

-¡Vaya book que te han hecho! ¡Estás guapísima!

Emily me veía tan nerviosa que intentaba sacarle hierro al asunto.

Hablamos largo rato con el policía, le contamos lo que había ocurrido meses atrás en Melbourne y lo que me había pasado en España el año anterior, no salía de su asombro.

-Quizás tengan que pasar más días aquí de los que pensaban.

-Bueno, llamaré al trabajo.

Emily se empezaba a preocupar.

-Íbamos a sacar los billetes para ir a visitar el Uluru mañana, pero…

-No se preocupen, hagan lo que han venido a hacer, sólo les pido que tengan cuidado y procuren no quedarse solas. Estaré pendiente de ustedes. Lamento lo ocurrido. Pronto tendrán noticias mías.

El policía se fue y nosotras nos quedamos un rato más hablando. Decidimos que seguiríamos con lo planeado, así que cuando conseguimos calmarnos un poco fuimos a recepción. Nos apuntamos en la excursión al Uluru que había al día siguiente, tendríamos que levantarnos muy temprano, el bus salía de madrugada, tardaríamos entre 5 y 6 horas en llegar.

-¿Qué? ¿Doce horas de bus en un mismo día? ¡Nos quieren matar!

-El que algo quiere, algo le cuesta.

-¡Estoy emocionada! Por fin estoy en el corazón de Australia y voy a ver el Uluru. Es como un milagro, un sueño hecho realidad.

Esa noche a penas pudimos descansar algo, hablamos largo rato de lo ocurrido y cómo deberíamos afrontarlo, de momento no lo contaríamos para no alarmar a los nuestros. Estábamos agotadas, quizás más por el miedo que por el cansancio, pero cada vez que se me cerraban los ojos me despertaba al instante sobresaltada por un ruido exterior o por lo que comenzaba a soñar.

A las 5 de la mañana estábamos levantadas ya, el bus pasaría a buscarnos en un rato.

-¡Buenos días! ¿Has dormido algo?

-¡Qué va! ¿Y tú?

-Nada, pesadillas continuamente. A ver si en el autobus…

Efectivamente, llegamos al autobús, la oscuridad reinaba a nuestro alrededor y como por arte de magia las dos caímos en un profundo sueño. Nos despertó el conductor.

-¡Primera parada! El desayuno está incluido en el precio.

Bajamos medio dormidas y entramos en un bar que se veía gastado por el tiempo, nos sentamos cerca de un viejo piano y pedimos el desayuno: huevos con bacon, zumo y café. Creo que lo que más me apetecía era el café, lo necesitaba bien cargado.

-Qué buenos los huevos, vamos Talara, come algo.

Iba a ponerme a ello cuando un señor con barba blanca tipo Papá Noel llamó nuestra atención pidiendo silencio, nos presentó a un dingo, perro salvaje típico ahora de Australia pero introducido por los asiáticos. Se le veía cansado y mayor, como su dueño, su cola similar a la de los lobos, con un color dorado y blanco.  Se encariñó con su dueño cuando este lo salvó de una muerte segura. Desde entonces está en este bar, se sube al piano, le da golpecitos con sus patas haciendo que suene y aúlla como si fuera un concertista. Le gustan los aplausos pero no que lo acaricien. Al terminar el concierto se paseó entre las mesas y al llegar a mi lado se sentó.

-Le ha gustado usted. Esto no lo hace nunca. No suele acercarse a las personas. Acarícielo si quiere.

Al ver que no me atrevía, insistió:

-Vamos, está esperando. No le hará daño.

Con cautela lo miré a los ojos, me devolvió la mirada y lo acaricié. Me miró, tomé su cabeza entre mis manos, su piel suave, sus ojos tristes y le besé la frente mientras se hacía el silencio en el bar y su dueño aguantaba la respiración. Lo miré de nuevo y lo dejé ir. Su dueño al pasar por mi lado me dio unas palmaditas en el hombro.

-A eso se le llama tener un par de huevos, señora.

Me quedé mirando cómo salían del bar, las lágrimas cayendo por mis mejillas.

-Talara, ¿estás bien? Vamos, come algo antes de que se enfríe.

Emily me acariciaba el brazo mientras hablaba.

Terminamos de desayunar y cuando llegamos al autobús ya todos estaban en sus asientos.

-Siguiente parada: Monte Conner.

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