49.De nuevo en el autobús

De nuevo en el autobús. Esta vez no dijimos ni una palabra, mirando por la ventanilla viendo pasar camiones de tres cuerpos, impresionantes, el color de la carretera era lo único que rompía a veces el paisaje. Había vegetación gracias a las lluvias de días anteriores. Verde y naranja, preciosa combinación para la vista.

Por fin el bus paró, nos repartieron unos botellines de agua y una fruta.

-Vamos ¡a estirar las piernas! Nos vendrá bien. El que lo necesite ahí hay un dunny, por favor déjenlo como se lo encuentran, cierren la tapa o el siguiente podría encontrarse cualquier animal dentro.

Al bajar del autobús nos encontramos delante de una duna de arena anaranjada marcada con pequeños brotes verdes y a lo lejos una montaña, el Mont Conner, del mismo color, elevado en medio de la nada y como cortado a cuchillo, confundido muchas veces con el Uluru por la impaciencia del visitante.

Fuimos pasando uno a uno por el dunny,  cubículo de cuatro paredes con un enorme tubo clavado que llegaba a las profundidades de la tierra, rematado por una tapa de wc. Curiosamente estaba todo limpio, impecable, entero, respetuosamente cuidado.

De nuevo en el autobús, los letreros de la carretera indicaban que lo teníamos cerca.

Una enorme masa naranja óxido aparecía ante nuestros ojos.

-El cerebro del Uluru.

El conductor nos mostraba una enorme marca erosionada sobre la roca que efectivamente parecía un cerebro humano. Fuimos bordeándolo y paramos para entrar en la reserva.

-No se pueden hacer fotos.

Guardé mi cámara y me dispuse a disfrutar de la enorme montaña que tenía delante, si las insistentes moscas me lo permitían. Sus entrantes y salientes dulcificados por la erosión del viento, parecían las cuencas de los ojos de una enorme calavera. Sus paredes marcadas por el desgaste del agua de la lluvia que dejaba en su piel un reguero negro, me hicieron estremecer. Su grandeza, sólo se hacía notar al comparar su tamaño con el de los árboles que lo franqueaban. Nos acercamos y pude tocarlo, comulgar con siglos de adoración aborigen y entender un sentimiento, el del respeto a la vida, al ser humano. Su apariencia desde lejos era muy diferente, lo sentía como un enorme gusano, reptando, que se arrastraba hacia ninguna parte,  como si pudiese moverse. De cerca la sensación cambiaba. Lo acaricié como si de un ser vivo se tratara, me empapé de él, de sensaciones, de amor, de unión, de perdón. Llegamos a unos pequeños lagos, lugares donde los aborígenes recogían el agua, depósitos naturales de la misma roca. Y por último visitamos el lugar desde donde los turistas que quisieran podían escalarlo. Esperaba que nadie se atreviera a hacerlo, que sintieran el mismo respeto que yo había sentido. Unas varas de hierro clavadas sobre la roca y unidas entre sí por una cuerda haciendo de pasamanos, hacían que sintiera dolor. ¿Cómo alguien podía atreverse a ir en contra de los deseos del pueblo aborigen? Era su montaña sagrada y en un tablón, con un montón de banderas dibujadas, señalando el idioma en el que estaba escrito debajo, lo hacían saber: a todo aquel que hubiese llegado hasta allí, le pedían amablemente que no subiera, por su seguridad y por respeto. Nadie subió.

Cerca, muy cerca del Uluru estaban las Olgas, varias rocas gigantes, del mismo color, salpicadas con tonos verdes de vegetación.

Me sentía como si estuviese viviendo un sueño, a mi cabeza le estaba costando trabajo asimilar todo lo que estaba viendo y disfrutando.

Como colofón al agotador viaje, una cena al aire libre frente al Uluru, esperando la puesta de sol y poder ver el cambio de color y los matices de la luz sobre él. A medida que el sol iba desapareciendo, perdía fuerza su color, pero no así su encanto.

Quizás nunca más pondría los pies en este lugar, posiblemente no volvería a verlo ni a tocarlo ni a sentirlo. Había sido una experiencia única. Emily y yo brindamos al anochecer por ese tiempo que compartíamos, por habernos conocido, por la amistad, por los buenos momentos pasados al lado de las personas a las que amamos, por estar juntas disfrutando una puesta de sol en pleno corazón de Australia, en pleno centro. ¿Qué era la amistad sino el compartir momentos, ilusiones, sentimientos…?

Regresamos durmiendo en el autobús, agotadas por tantas horas de emociones, una apoyada en la otra. El conductor cantó el nombre de nuestro hotel y bajamos cual sonámbulas. Dimos las buenas noches en recepción buscando nuestra llave y entramos en la habitación.

-Buenas noches Talara. Descansa. Mañana será un día largo.

-Buenas noches Emily. ¡Ahhhh! Algo me ha pica…

 

 

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