Tomó mi mano entre las suyas, la acarició e hizo que la siguiera.
-¿A dónde vamos?
-¡Shhhh!
Salimos al jardín y se paró delante de lo que ella siempre había llamado la casa del jardinero. Nunca había vivido nadie en ella, pero mi madre siempre había guardado sus recuerdos allí, y ahora aparecían imágenes que me recordaban mi niñez.
-Me gustaba venir aquí, ¿verdad?
-Si, te encantaba entrar y jugar con mis cosas, te disfrazabas con todo lo que encontrabas. Era tu mundo mágico.
Se acercó, introdujo la llave en la puerta y la abrió. Se apartó hacia un lado y me cedió el paso, para que fuera yo la primera en entrar. Me dio un vuelco el corazón, cerré los ojos para ver, para mirar en mi interior, y respiré profundo, como sólo se respira cuando te falta aire, como sólo se respira cuando necesitas regresar, como sólo se respira al recordar. Una sonrisa iluminó mi cara y sentí un mundo de mariposas revolotear a mi alrededor, ascendiendo hacia mi cabeza, volando cerca, como esas imágenes de película de dibujos. Regresé a mi niñez, a mi juventud, a mi familia, a mis amigos. Regresé a esa época feliz, en la que no eres consciente de que lo eres, ni de que fuera de tu mundo hay otro mundo, ni de que en cualquier momento todo puede desaparecer y cambiar. Regresé a mi hogar. Y al regresar comencé a recordar.
Los objetos, las fotos, pero sobre todo el olor eran familiares. Mis ojos acariciaban cada uno de los objetos de la pequeña casa y mis manos iban detrás. Me sentía inmersa en un cuento mágico, en un país de duendes y hadas, en ese país donde habita siempre la niñez.
Había tenido una infancia feliz, por momentos algo complicada, pero la alegría había rondado siempre mi casa. Mis padres se habían querido mucho, habían tenido sus discusiones pero nada fuera de lo normal. Había crecido rodeada de personas mayores que habían jugado conmigo, me habían contado historias y me habían querido. Eso, pensaba, había influido mucho en mi manera de ser, de ver el mundo, de abrirme a la vida. Ahora comenzaba a entender por qué a veces sentía que esta no era mi época, no era mi generación. Mi personalidad tenía mucho que ver con el cariño que me habían dado mis mayores y quizás con su protección. Me fiaba demasiado de la gente y eso no siempre era bueno.
Encontrarme con tantos elementos que me eran familiares me hizo comprender el dolor que había acompañado a mi madre en estos últimos años, y el sufrimiento que había intentado evitarme sin éxito. Lo había guardado todo. Toda una vida, o dos, o tres, reducidas a los objetos atesorados en dos pequeños espacios de una pequeña casa de jardinero. Todo estaba allí. Había intentado colocarlo casi como estaba en la casa antes de comenzar su vida con Javier. Incluso el perchero con el abrigo de mi padre al que yo siempre me dirigía a saludar desde su falta ocupaba un lugar privilegiado en la estancia. Al verlo me volví hacia mi madre y la abracé como sólo los hijos saben abrazar, intentando mostrarle todo mi amor y mi apoyo, toda mi alma.
De nuevo unidas por la emoción, por la nostalgia de saber que aquellos maravillosos años de vida familiar no volverían jamás. El paso del tiempo no sólo nos iba dejando arrugas y cicatrices en la piel, también iba marcando nuestras almas.