24.Había comenzado a trabajar

Había comenzado a trabajar y había sentido lo poco que se fiaban de mí mis jefes, o más bien adivinaba una especie de rechazo  quizás debido a que se sentían en peligro, pues saber que a tu compañera de trabajo habían intentado asesinarla varias veces no era el tipo de seguridad con la que uno deseaba convivir. En un principio había sido la «chica para todo» de la oficina, la nueva a la que se le puede encargar que haga cualquier cosa, y la verdad era que no me importaba ser la que llevaba los cafés a las reuniones, la que hacía fotocopias y la que salía en busca de paquetes o a llevar algún papel a otras oficinas. Resultaba extraño no tener a penas responsabilidades, pero me sentía feliz, podía hablar con unos y con otros sin miedo a meter la pata por alguna información confidencial pues por primera vez en años no podía acceder a ese tipo de documentos. Me sentía bien, me sentía viva, e incluso agradecía poder salir alguna vez del edificio a respirar aire puro y ver otras caras.

Poco a poco empecé a notar que iba ganando la confianza de mis compañeros y de mis jefes, que realmente comenzaban a darse cuenta de que era capaz de dar soluciones a ciertos problemas, y lo que era más importante, que lo hacía sonriendo, esa era mi arma secreta, no me importaba hacer lo que otros me pedían, ni compartir información que sabía. Estaba feliz, era feliz porque había conseguido regresar de la más profunda de las oscuridades, había superado el coma, la pérdida de memoria, los engaños, los traumas y me sentía una mujer nueva, nueva y feliz. Así que  ante cualquier mala cara o cualquier palabra desagradable yo respondía con una enorme y sincera sonrisa. Había pasado por demasiadas cosas y comprendía por propia experiencia que a veces tener mucha responsabilidad agriaba el carácter, nos hacía más tristes e incluso más vulnerables.

A medida que pasaban los meses y veían que mi manera de actuar seguía siendo la misma, comenzaron a fiarse y a delegar en mí parte de las labores que como profesional sabía hacer. Poco a poco me fueron dando más y más carga de trabajo, en pocos meses había conseguido de nuevo ser la misma que en la anterior empresa. Mis compañeros me habían visto trabajar desde la base comprobando que no tenía dobleces, sólo cicatrices que había conseguido borrar gracias a mi buen humor. El hecho de sentirme aceptada, de que me vieran como una más, me hizo comprender que el que Javier me hubiera contratado nada más terminar mi carrera había sido, en gran parte, por mi expediente y por mi constancia, no sólo por ser amigo de la familia.

Estábamos pasando unos días complicados, no se hablaba de otra cosa, estas épocas traían a la memoria secuencias de una vida difícil de olvidar. ¿Que dónde estaba yo hace 20 años? En la calle, gritando, sintiéndome un poco hermana, amiga, e incluso madre de Miguel Angel. La piel de gallina, ahogada en dolor, llorando, intentando que no ocurriese lo que inevitablemente iba a ocurrir, con fe en los que me rodeaban, millones de personas unidas por una misma causa en un solo grito, en una única voz, defendiendo al unísono la paz, sintiéndome orgullosa de pertenecer a un país en el que, por unas horas, todos éramos uno, todos queríamos lo mismo. Sumándome a una manifestación en la que éramos tantos que permanecíamos en el sitio, sin poder a penas movernos. Una fecha difícil de olvidar.

Al llegar a casa y encender mi ordenador me había encontrado un mensaje de un amigo preguntándome por qué no había retuiteado su tuit que recordaba el tema, no había sabido qué responder, sólo sabía que había personas, situaciones, sentimientos que se llevaban en el alma y se recordaban siempre, con tristeza, con dolor. Pero con los años había descubierto que el rencor no valía la pena, que sólo servía para agriarnos más el carácter, oscurecer nuestros pensamientos y conseguir alejarnos de lo importante.

 

 

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.