Por fin estaba en casa. Mi madre había venido a buscarme en coche a la estación, en cuanto me vio bajar del tren vino corriendo hacia mi, me abrazó de tal manera que casi terminamos las dos en el suelo, me recordó esas imágenes de película en las que los protagonistas regresaban de una guerra de varios meses y nadie sabía si estaban vivos o muertos hasta ese momento del encuentro. Los abrazos de mi madre eran realmente cálidos, siempre me transportaban a mi niñez, a ese lugar tierno en el que todo era plácido, me reconfortaban y me enternecían, me encantaba aspirar su olor, cerrar los ojos y recordarla sentada al lado de mi padre, charlando y riendo, como si los problemas no existiesen. Regresar a su casa era recordar un tiempo tranquilo, sentirme protegida y en paz con el mundo y conmigo misma.
Al abrir la puerta vinieron a saludarme el olor a incienso y la música suave que tantas horas habíamos compartido mis padres y yo. Pero mi padre ya no estaba. Lloré en silencio, lloré su pérdida. ¡Cómo lo echaba de menos! Cada vez que cruzaba esa puerta, desde su fallecimiento, no podía retener las lágrimas. Me costaba volver a entrar en su mundo, en su espacio, sabiendo que no lo iba a encontrar, que no iba a estar esperándome en su butaca con un libro entre las manos, dibujando, o con su colección de sellos. Nunca más lo vería levantar sus ojos de su tarea, por encima de las gafas, para saludarme. Nunca más escucharía con su voz aquellos apelativos cariñosos con los que se dirigía a mi. Nunca más podría sentir su calor en el abrazo. Nunca más. ¡Qué difícil era entender un «nunca más»! Por primera vez comprendía el peso que algunas palabras ejercen sobre las personas. En esos momentos y pensando en mi padre, la palabra «nunca» me aplastaba, me ahogaba, me doblegaba como si el peso del mundo recayese sobre mis hombros. A veces me sorprendía repitiéndola una y otra vez en mi cabeza hasta hacerle perder su significado, era una manera de aliviar la soledad que me invadía cuando pensaba en él.
Siempre me acercaba sigilosa, sin que mi madre se enterase, a acariciar su abrigo aún colgado del perchero, que todavía guardaba su olor. Era lo último palpable que me quedaba de él y me lo traía de vuelta unos segundos. Unos segundos mágicos en los que el tacto, su olor, y mi cerebro llenando los espacios vacíos, lo traían de vuelta al hogar.