Sentada en la que antaño fuera mi mesa de estudio, con un folio en blanco ante mis ojos y un bolígrafo en mi mano derecha esperando ser usado, dejé libre el pensamiento. ¡Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había hecho esto! Miles de años, miles de años sin asomarme a mi niñez, miles de años sin recordar mi pasado, miles de años. Los recuerdos se agolparon en mi cabeza y los fui apartando uno a uno: las visitas de mis abuelos, los días anteriores a la Navidad en los que adornábamos la casa, las noches mágicas de Reyes; las vísperas de S. Juan tomando sardinas, saltando hogueras, contando secretos, alejando «meigas»; los veranos jugando en el jardín con otros niños, mi padre contando sus historias, mi madre haciendo galletas de nata con mi tía mientras charlábamos, el día en que por fin había conseguido pedalear sin caerme de mi bicicleta, la primera y última caída de mis patines que nunca más usé, la locura de amor por un compañero de colegio, el primer beso, el primer engaño, la primera desilusión… y tantos otros… agradables y desagradables, que me hacían ser la persona que era, la persona que soy. Veía mi vida aparecer ante mis ojos como si fuese una película: mis aciertos, mis errores, mis risas y mis llantos.
Escribí cuatro nombres en cuatro columnas: Talara, Alfonso, Martina, Sergio. Mi nombre en una fila más abajo para poder ir escribiendo la relación que me unía a los otros. Escribí la empresa para la que trabajaba, los acontecimientos últimos. Quizás el ver todo escrito me ayudase a desenmarañar mi cabeza. La primera persona que había conocido, en esta relación de nombres, había sido Martina, unos meses después, Alfonso entró en mi vida como un vendaval. Y hacía un par de meses Sergio, el último en entrar a formar parte de ella. Podía recordar cómo los había conocido a todos, o por lo menos, el momento en el que fui consciente de que entraban a formar parte de mi existencia. Martina me había tirado un café por encima en la cafetería cercana a mi empresa, menos mal que estaba templadito o me hubiese dejado la marca en el brazo. Alfonso se nos había presentado a las dos unos meses después en un pub al que habíamos ido a escuchar música en directo. Por último Sergio… la playa, Sergio, la playa… Sergio, mmmm, con solo decir su nombre, con solo pensarlo, se me erizaba la piel.
¿Habría alguna relación que no estaba viendo entre nosotros, o entre ellos, que me ayudase a desentrañar el lío que aparecía ante mi? Mi cabeza buscaba señales.