Tardaron varios días en darme el alta. El médico restringió las visitas, sólo permitía entrar a mi madre, había recomendado tranquilidad absoluta, fue bajando la medicación hasta comprobar que más o menos podía estar bien en casa.
Mi madre vino a buscarme, me ayudó a vestirme. Mientras aproximaba su coche, un enfermero acercó mi silla de ruedas a la puerta de urgencias, antes de que esta se abriera me vi reflejada, me costó trabajo reconocerme, estaba demacrada, muy delgada, triste. Levanté un poco más la vista para ver quién me guiaba. Allí estaba, era Sergio que también miraba mis ojos en el reflejo. Intenté hablar pero su mano apretó con fuerza y cariño mi hombro, deteniendo mis palabras que se ahogaron en mi garganta, las lágrimas comenzaron de nuevo a brotar, ¿cómo era posible derramar tantas lágrimas? Martina entraba a buscarme.
-Muchas gracias, ya la acerco yo.
No pude verlo de frente, no pude tocarlo, no pude hablarle, pero no había sido una invención, existía no sólo en mi cabeza. Mi espíritu comenzaba a sosegarse. Ahora sólo quedaba esperar, darle tiempo al tiempo, relajarme, ordenar mis pensamientos, intentar averiguar qué estaba ocurriendo, y sobre todo ser sigilosa, no podían sospechar que estaba investigando o que algo me preocupaba. Iba a ser difícil controlarme, pero tenía que intentarlo.
Mi madre se quedaría conmigo por lo menos hasta terminar mis vacaciones. Estaba contenta con la idea y ella también, se lo notaba en su cara y en su forma de hablar. El cuidarme de nuevo, como cuando vivíamos juntas, era un soplo de aire fresco en su vida y también lo sería en la mía. Cuando llegamos a casa comprobé que ella se había instalado en la habitación de invitados, y que no había ni rastro de maletas de Alfonso. Respiré aliviada. De alguna casa cercana subía el eco de la voz de Pablo Alborán cantando en francés Inséparables, me sorprendí acompañándolo: «Alors pour toi, pour toi seulemente je chante, et ma voix et ta voix sont inséparables…»