Tenía la mente dispersa por lo ocurrido, y encima, el mundo se conjuraba contra mí. Salí de casa, cerré la puerta, cogí las llaves de mi coche, abrí la puerta del ascensor, y las llaves, no sé muy bien cómo, se escurrieron de mis dedos tomando la dirección del hueco minúsculo que quedaba entre la puerta y la cabina para desaparecer ante mis ojos y dejarme atónita. ¡Eh! ¡No, no, no, no! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Joder, joder, joder! Me quedé mirando el hueco del ascensor como si en cualquier momento, por compasión, fuese a lanzármelas, pero no, no, no tenía vida y se las iba a quedar. ¡Joder! Pues sí que estábamos bien. Para empezar me había levantado con el tiempo justo por un pequeño olvido: no había puesto el despertador. Había tenido que ducharme a toda velocidad: abrir el grifo, desvestirme mientras el agua cogía temperatura, mojarme al tiempo que me enjabonaba y secarme mientras me vestía con lo primero que había cogido del armario, beber la leche casi del tetrabrik y a un tris de tragarme el enjuague bucal. Llegaba tarde a trabajar. Y… ¡Las llaves! !Joder! Llamé a un taxi y de camino al trabajo telefoneé a la empresa que se encargaba de realizar las revisiones del ascensor: -Buenos días. Es que se me han colado las llaves del coche por el hueco…, si, el seguro está con ustedes, no, no las necesito ahora mismo pero… vale, vale, mi dirección…, no, no voy a estar en casa esperando, si, pueden dejármelas en el buzón, ok, gracias. Uf, lo único que esperaba era que hubiese alguien en el edificio para abrir la puerta a la hora en la que el técnico tuviese a bien pasarse. Estaba claro, con el tiempo justo una sólo podía esperar lo peor: ¡¡¡atasco!!! El taxista que me llevaba y que había estado pendiente de mi conversación, me miraba a través del espejo retrovisor y sonreía con maldad: -Creo que hoy llegará tarde a trabajar. ¿Siempre eran así los taxistas o yo tenía un don para atraer a los malvados? Hacía unos meses había llamado a una empresa de taxis para que me enviasen a alguien que me llevara a recoger mi coche al taller y esa vez el taxista había tenido a bien echarme una bronca de muy señor mío cuando, no sé muy bien por qué razón, le había contado que casi siempre esperaba a llenar el depósito de gasolina cuando se me encendía el pilotito rojo. ¿Quién me mandaría a mi abrir la boca? Que si todas las mujeres éramos iguales, que si no nos importaba nuestro coche, que si había que tratarlos como a un hijo, que su mujer era igual, que hacía lo mismo, pero que después era él el que tenía que arreglar los desperfectos, y para terminar, con aire paternal, me dijo que podía estropearse el motor por culpa de los posos que iban quedando en el depósito, que lo llenase cuando la flechita estuviese mas o menos por la mitad y que comprobase siempre los niveles de toooodo, que eso lo enseñaban en las autoescuelas. Había conseguido ponerme un nudo en la garganta, que me sintiese culpable de todos los posibles males que le ocurriesen a mi coche. Cuando salí del taxi sólo acerté a decirle: gracias, no lo volveré a hacer más.