Llevaba un mes sin noticias de él. Como una tonta no paraba de mirar el teléfono, como si dependiese de este pequeño aparato mi felicidad, aunque en parte sí dependía de él, de que sonara, de que vibrara, de que apareciese su nombre en esa minúscula pantalla. Lo miraba con carita de pena, casi suplicándole que sonara, otras veces enfadada, intentando obligarlo a sonar, pero nada, por más que lo cogía y lo zarandeaba, no lo conseguía. Para él aún tenía como melodía nuestra canción: Drive by, de Train, que aún sonaba de vez en cuando por la radio y me hacía estremecer. ¡Ay, el 2012, cuántos recuerdos! Llevábamos varios meses saliendo juntos y habíamos decidido que se viniese a vivir a mi casa, era la más cercana a los dos trabajos y también la más grande y económica, así que poco tuvimos que pensar. Le cambiamos algunas cosillas, entre otras el color de la pared de la habitación que íbamos a compartir. Mientras la encintábamos y preparábamos el color de la pintura, comenzó a sonar esa canción en la radio, los dos nos pusimos a bailar como posesos y no recuerdo muy bien cómo pero acabamos en el suelo, enroscados en cinta de carrocero, y partiéndonos de risa. Y ahora estaba yo sola, en esa habitación pintada con ese color tan nuestro, esperando su llamada. Sabía, estaba casi segura, por desgracia, que él no iba a dar ese paso, no podía. Había sido yo la que, en última instancia, había decidido no ir con él. Cogí el teléfono, marqué el 0081 y su número de móvil y esperé, pero no lo suficiente, no fui capaz, no sabía cómo decirle que lo echaba mucho de menos, que me sentía muy sola sin él, que la casa estaba muy vacía. No podía pedirle que regresara, igual que él no podía pedirme que lo dejara todo y volase a Japón. ¿O si podíamos? ¿Por qué la vida era tan complicada a veces? ¿Por qué cuando todo iba bien tenía que haber algo que lo estropease? ¿Y por qué yo seguía, como una estúpida, mirando el teléfono con la de cosas que tenía que hacer? Pero ahí seguía, con mi mirada fija en él, a ver si por telepatía conseguía hacerlo sonar. ¿Pensaría tantas veces en mi como yo pensaba en él? ¿Se encontraría tan solo como yo? ¿Seguiría escuchando nuestra canción? ¿Se acordaría, realmente, aún de mi? ¡Siiiiii! ¡Seguro que siiii! Cogí el teléfono de nuevo y me dispuse a marcar su número. ¡Mierda! ¡Noooo! ¡Seguro que no! Estaría el muy gilipollas pasándoselo en grande y disfrutando de su amiga japonesa. ¡Mierda! ¿Por qué tenía que acordarme de ella? ¿Por qué la mente nos funcionaba de esta manera a las mujeres? ¿O sólo era la mía la que se empeñaba en hacerme sufrir una y otra vez recordándome cosas a sabiendas que estaban mejor olvidadas?
-¡Qué complicadas sois las mujeres! -Me decía un amigo al que le costaba trabajo entender a su novia. – No hay quién os entienda, si hacemos, malo, si no hacemos, peor, si decimos, porque decimos, y si no decimos, que qué poco nos importáis. ¡Aclaraos de una vez! Nosotros somos mucho mas simples, por Dios.
¿Sería cierto? ¿Serían más simples los hombres o sólo era una manera de llamarnos complicadas? Tenía claro, por experiencia propia y por lo que hablaba con mis amigas, que las mujeres estábamos todo el día dándole vueltas a las cosas en nuestra cabeza, pensando de más, y por lo que comentábamos, los hombres no se comían nada el tarro. ¿Seríamos capaces, en algún momento, aunque sólo fuera por un instante, de ver las cosas desde la perspectiva de un hombre? A lo mejor simplificábamos más nuestras vidas. ¿Estarían investigando los científicos? El teléfono seguía sin sonar.