Se acercaba el día de S. Valentín. Nunca había significado gran cosa para mí, pero también siempre lo había pasado acompañada. Una rosa por aquí, una cena por allí, aunque estaba en contra de esos días en los que el comercio hacía su agosto, me gustaba que se acordasen de mi. ¿A quién no? No necesitaba grandes regalos, pero sí pequeñas atenciones. Sentirme querida me gustaba. ¿Qué había de malo en ello? Temía derrumbarme este 14 de febrero, empezaba a caer sobre mi todo el peso de la soledad. Tenía dos opciones: o me quedaba encerrada en casa con todo desconectado para que ni por un momento me recordasen la fecha en la que vivía, o intentaba quedar con amigas solteras y sin pareja en algún sitio alejado de las velas y los corazones rojos. Podía montar una fiesta de carnaval en mi casa, aprovechando que coincidían las fechas. Podía ser divertido, emborracharnos hasta caer sin sentido y despertarnos varios días después, cuando Cupido hubiera desaparecido de la faz de la Tierra y no quedase ni rastro del día dedicado al amor. Pero ¿Por qué tenía que haber un día dedicado al amor? ¿Para recordarnos, a los que estábamos solos, que no teníamos a nadie a nuestro lado? ¿Para hacernos sentir más solos, si cabe? ¿Para darnos envidia o deprimirnos? Tal vez era la manera de hacer que los enamorados dejasen su rutina y volviesen a sentir la chispa, volver a removerles las entrañas y hacer que se sintieran como en los primeros tiempos. Si, debía de ser eso. No creía que hubiese nadie tan retorcido que pensase en fastidiar a los que no teníamos pareja. ¡Ay! ¡El peso de la soledad! No sólo se dejaba sentir el día de S. Valentín, también el día de las reuniones familiares, o el de las cenas con amigos casados, que no es que tuvieran un día especial, pero si todos tus amigos tenían pareja y tu no, veías el contraste. Necesitaba actividad frenética, necesitaba hacer muchas cosas, tener mucho movimiento en mi vida para olvidarme de mi situación. Pero claro, ninguna desgracia venía sola, que decían los viejos del lugar, así que cuando creía que me estaba empezando a sentir bien sola, vino la gripe, ese bichito diminuto, microscópico que te aplastaba como si una manada de animales salvajes te hubiesen pasado por encima. Y no era feo, pero fue capaz de inutilizarme de tal manera, que había tenido que pedir la baja una semana. Bolsas llenas de pañuelos de papel usados, frascos de jarabe vacíos, pastillas para bajar la fiebre por cada rincón de la casa, daba la sensación de que un huracán lo había desolado todo, y así me sentía. Estaba agotada, sin fuerzas, sin ganas de nada y sola, sin nadie que se ocupase de mi, así que a pesar de no poder respirar, de no parar de estornudar, de dolerme todo el cuerpo, empezaba a sentirme devastada por no sentir a ningún ser humano a mi lado, alguien que me hiciese una sopita caliente, o leche con miel, o simplemente alguien que me acariciase el pelo y me dijese que todo iba a acabar. En ese momento en el que empezaba a llorar de impotencia sonó el timbre de mi puerta, me levanté del sofá tal cual estaba, echa un trapo, abrí la puerta enroscada en mi mantita y allí estaba mi salvación: mi vecina, que al no ver movimiento en mi casa en varios días, subía a preocuparse por mi con un termo de sopa caliente en una mano y unas pastas en la otra. La abracé con todas mis fuerzas, hasta casi ahogarla, la invité a entrar y tomamos la sopa y un café que ella preparó acompañado de las pastas que me había traído. Ahora, ya recuperada, necesitaba olvidarme del día que se acercaba.