Llevaba varios días durmiendo mal. Daba vueltas y más vueltas en la cama y no conseguía quedarme dormida. Mi cerebro no me daba tregua ni un minuto: cuando conseguía descansar, tenía pesadillas. No era capaz de concentrarme ni en el trabajo, ni en mi cocina, ni haciendo deporte, nada. En mi cabeza seguían retumbando esas dos palabras: te quiero. ¿Por qué me obsesionaba tanto? Cuando algo me interesaba, empezaba poco a poco a invadir mi espacio, todo mi espacio, hasta conseguir estar presente en mis pensamientos día y noche. ¿Sería una enfermedad o serían los años que me hacían cada vez más y más maniática? Si había cometido una torpeza era como si mi cerebro no fuera capaz de perdonarme y me la lanzaba una y otra vez en forma de pensamientos negativos, llegando a inutilizar mis sentidos: cada paso que daba me llevaba a mi torpeza. Si una persona me había hecho daño, este se iba haciendo cada vez más grande hasta ocuparlo todo y casi conseguir que la considerase mi enemiga. La suerte era que antes o después aparecía algo que llamaba de nuevo mi atención y todo lo anterior desaparecía. Dejaba de preocuparme mi metedura de pata o lo que me había ocurrido con mi amigo. Borrón y cuenta nueva.
Recuerdo una vez que invitamos a unos amigos a cenar a casa, yo estaba enfadada porque a parte de todo el trabajo que había tenido que hacer: organizarlo todo, elegir mantel, desempolvar las copas, poner los platos un poco especiales que teníamos, preparar la cena… él me pidió que buscara un vino en nuestra despensa, y después de dos horas enseñándole botellas, por fin eligió una, bueno, más bien dos, para poder decidir más tarde la que íbamos a beber. Llegaron nuestros amigos y yo sólo pude saludar un momento e irme corriendo a la cocina a dar los últimos retoques al menú, así que ni me di cuenta de qué nos habían traído. Nos sentamos a cenar, mi chico abrió el vino que sabía me iba a gustar, nos lo sirvió y todos comentamos que muy bueno. Abrimos la segunda botella y como yo seguía un poco enfadada con él por haberme hecho perder tanto tiempo rebuscando, dije que no me apetecía beber más, que no lo iba a probar, que no me gustaba nada cambiar de vino. Todos intentaron convencerme de que lo probara, que estaba muy bueno, que era especial, y sólo después de un largo rato de insistencias y miradas extrañas por parte de mi pareja me decidí a probarlo y dije que bueno, psse, psse, que no estaba mal del todo. La cena siguió un poco tensa y yo no entendí por qué. Con los postres nos soltamos un poco de nuevo y la cosa empezó a ir bien: risas, charla… Después de acompañarlos hasta la puerta y despedirnos, cuando estábamos recogiendo, intercambiamos opiniones de cómo había resultado todo.
-¡Metepatas!
-¿Cómo te atreves? ¡Fui una anfitriona estupenda! Les gustó la cena y yo creo que se lo pasaron bien.
-Si, claro. ¿No viste mis señas? Criticaste el vino que nos trajeron. ¡So borde!
-¿Qué? ¿De qué vino hablas? Yo te critiqué a ti, por pesado. ¡A quién se le ocurre tenerme toda la tarde trabajando, y encima tener que buscar el vino!
-Jajaja. ¡Es que no pillas una! Anda que… ¡Ya te vale! Tienes una manera de hacer amigos un poco especial. Creo que vamos a tener que esperar sentados a que nos llamen para quedar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Qué vergüenza ! ¡Creo que la próxima vez que los vea me voy a morir! ¿Cómo he podido…? ¿Cómo me has dejado…? ¿Será posible que haya metido tanto la pata ? Y Ahora…¿Qué? ¿Qué voy a hacer? Puedo ser de todo, pero no tan maleducada como para criticar un regalo. Nooooooo. ¡Por Dios! ¿Qué habrán pensado? Jooooo, lo siento, encima son tus amigos, perdón, perdón, perdón. ¿Podrás perdonarme?
-No seas tonta, no le des más vueltas, son cosas que pasan. Anda, ven.
Esa noche lo habíamos celebrado, pero esa metedura de pata estuvo en mi cerebro durante semanas, semanas no, meses. Aún pasado ya tiempo, cuando lo recordaba, me ponía colorada. ¡Qué vergüenza, por Dios! Y cada vez que los veía y nos parábamos con ellos a charlar un rato, no podía apartar de mi cabeza aquellas imágenes nefastas: yo criticando su vino.
Pero esta vez era distinto, mis sentimientos negativos estaban invadiendo ya todos mis territorios, no lograba pensar en otra cosa, ni concentrarme, todo giraba en torno a él, a lo que podría estar sintiendo, a lo que pensaba de nuestra relación, si podíamos seguir con ella o no, si lo que realmente estaba haciendo era jugar. Me daba la impresión de que para mi mente yo no importaba. ¿Es que estaba dispuesta a aceptar cualquier proposición, buena o mala? ¿A caso no tenía nada que decir al respecto? ¿Qué esperaba yo de esta relación? ¿Realmente le veía futuro? ¿Me interesaba seguir con él costase lo que costase? No estaba segura. No era capaz de pensar con claridad. ¿Cómo se me podían haber complicado tanto las cosas? Me había enamorado de un hombre normal, con un trabajo normal, que hacía una vida normal y le gustaban las cosas normales, y de pronto nos habíamos visto envueltos en una montaña rusa de acontecimientos que nos llevaban no sabíamos muy bien a dónde, de momento a él a Tokio y a mí a la desesperación en la soledad de mi salón. Quizás iba siendo hora de que pensase en lo que realmente quería hacer, bueno, en realidad ya lo sabía: estar con él. Pero no estaba segura de si a toda costa. Yo lo habría seguido al fin del mundo, pero en otro momento de mi vida. No estaban las cosas como para tomar decisiones a la ligera. Tenía que pensar.
Ya estaban mis amigas esperándome en el portal, escuchaba sus voces desde mi habitación. Sólo cuando salía con ellas dejaba de pensar en él, siempre contaban chistes o historias que nos hicieran reír hasta la extenuación.
En cuanto me quedaba sola, aparecían de nuevo las sombras.