Cuando Sergio llegó ese mediodía se sorprendíó al no encontrarme en la puerta esperándolo y comenzó a buscarme por la casa. Yo no lo había oído llegar y seguía dirigiendo la orquesta que sonaba en el CD de su habitación, los pelos sobre mi cara, agitando los brazos al compás del Carmina Burana de Carl Orff, exactamente el O Fortuna, mis brazos luchando contra el aire, o contra los demonios, intentando espantarlos de mi cabeza. Cuando sentí a Sergio se me cayó la cuchara de palo que utilizaba a modo de batuta de la mano, me volví hacia él, llorando como estaba, y lo abracé, lo abracé fuerte como quien abraza su tabla de salvación. Comenzó a besarme la frente, los ojos, las mejillas, los labios, el cuello; sus manos acariciando mi espalda, del cuello a la cadera, de la cadera al cuello, hasta que se posaron en mi pelo, con suavidad separó mi cabeza de su pecho y me miró, abrí los ojos y vi tanto amor…
-Talara, cariño, ¿qué ha pasado? ¿estás bien? ¿qué puedo hacer?
-Sergio… -No podía hablar, el hipo me lo impedía, las lágrimas seguían cayendo por mis mejillas, no era capaz de parar. Sergio volvió a abrazarme con fuerza, apoyó de nuevo mi cara en su pecho.
-Tranquila… Talara… Ya estoy aquí… Ya pasó todo.
Era curioso el poder que ejercía sobre mi el tono de su voz, fui relajándome poco a poco, sequé mis lágrimas con las manos:
-Debo estar horrible -Escondí mi cara, él me tomó de la barbilla:
-Estás preciosa Talara.
Cada vez que Sergio pronunciaba mi nombre el mundo se detenía. Separó el pelo mojado de mi cara, limpió mis mejillas con sus manos y de nuevo besó mis ojos.
-Mmmm, están salados.
Comenzamos a reír, me acerqué a sus labios y comprobé que era cierto lo que me decía.
-Si, están salados.
No dejó que siguiera hablando, me besó de nuevo con dulzura, acarició mi mejilla.
-Vamos a la playa, cariño, nos vendrá bien tomar el aire. Abrígate anda.
Aunque no tenía ganas de salir, obedecí. Me arreglé un poco el pelo, lavé mi cara, me miré en el espejo y recordé… de nuevo comencé a llorar.