5.Por mucho que intentaba no pensar…

Por mucho que intentaba no pensar, las imágenes se iban sucediendo en mi cabeza. El espejo del cuarto de baño de Sergio, no sabía por qué razón, había conseguido que de nuevo reviviese lo que intentaba olvidar.

De camino a la playa fuimos en silencio, sabiendo que la tormenta estaba a punto de estallar.

Sergio aparcó cerca del lugar donde nos habíamos conocido. Bajamos del coche y el sentir el frío en mi cara consiguió que me tensara. Sergio me rodeó con sus brazos, yo me acurruqué en el calor de su pecho, estuvimos así un buen rato antes de comenzar a caminar, su mano en mi mano, mis brazos enredados en su brazo, mi cabeza en su hombro.

El frío lo invadía todo, nuestros cuerpos y nuestras almas; la playa estaba desierta, sólo nosotros y nuestros pensamientos. El mar estaba furioso, rugía con fuerza y esa fuerza me invadía, entraba por cada poro de mi piel haciéndome más fuerte. Mi relación con el mar, sólo él y yo la entendíamos, se acercaba con cuidado a besarme los pies descalzos y a cambio yo lo escuchaba, lo miraba, lo disfrutaba; cuando estaba enfadado me avisaba, rugiendo, salpicando, gritándome que tuviera precaución, hoy era uno de esos días. Pero confiaba en él, sabía que no iba a traicionarme, que no iba a hacerme nada malo siempre y cuando siguiera en su sintonía. El mar, sólo las personas que habíamos nacido en la costa entendíamos su llamada. El mar, esa enorme masa de agua que de vez en cuando se enfurecía y aún mostrando una gran belleza, podía destruirlo todo. El mar, capaz de reflejar todo lo que le rodeaba, unas veces azul otras gris casi negro, su tono variable, como mi espíritu. No me daba miedo, lo quería y me sabía a salvo, era lo único capaz de darme fuerza en mis momentos de flaqueza, de tranquilizarme en mis momentos de tensión. Incluso en los días en los que mostraba su lado más salvaje el mar me enamoraba. No sabía por qué, pero me hipnotizaba, me atrapaba de tal manera que muchas veces pensaba que mi vida terminaría en él, abrazada a él, y no temía.

Una canción que muchas veces invadía mi cabeza cuando paseaba por la playa y estaba triste, era un tema cantado por Mercedes Sosa y que había escuchado una y otra vez en mi época de estudiante: Alfonsina y el mar: «Por la blanca arena que lame el mar su pequeña huella no vuelve más, un sendero solo de pena y silencio llegó hasta el agua profunda. Un sendero solo de penas mudas llegó hasta la espuma. Sabe Dios qué angustia te acompañó, qué dolores viejos calló tu voz…»

-¿En qué piensas? -Sergio interrumpió mis pensamientos.

-En nada.

-¿En nada? ¡Mentirosa! Puedo escuchar tus pensamientos aún con el rugido del mar.

Reímos, nerviosos, como el que sabe que algo malo está a punto de suceder.

-Sergio. -Apreté su mano. -Sergio, tengo que irme. -Sonrió con dulzura.

-¿A dónde tienes que irte?

-Tengo que irme de aquí. Me estoy ahogando, Sergio, intento respirar y siento que la vida se me va, que no soy capaz de resurgir. Si me quedo no aguantaré.

-Talara… ¿Hablas en serio, verdad?

-Si

Regresamos al coche en silencio.

 

 

 

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